De las "Jornadas de Memoria e intercultura", destinadas a alumnos de la Educación Media, llevadas a cabo en el Centro Cultural Italiano.



Caín y Abel. Utopía de un nuevo comienzo


«Y sucedió que andado el tiempo, Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a la ofrenda de Caín. (...) Y aconteció que estando en el campo, Caín se levantó contra su hermano, y lo mató. Y Jehová dijo a Caín: ¿Dónde está tu hermano? Y él le respondió: No sé, ¿acaso soy yo guardián de mi hermano? Y Dios le dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra.» (Ge 4, 3-10)
1. En sus Principium sapientiae, F. Cornford, al discutir su tesis acerca de los orígenes del pensamiento filosófico griego (1), hace una observación interesante -aunque falsa a nuestro juicio- acerca del relato del Génesis del Antiguo Testamento. Según Cornford, las diferencias más importantes entre la narración bíblica y las cosmogonías griegas estriban en que «el monoteísmo hebreo»: 1) «mantiene al Creador divino como primera causa» (nada existe antes que Dios, en tanto que en las mitologías griegas el Dios supremo no es un Dios Creador, sino solamente Ordenador del mundo: impone orden a una realidad preexistente y desordenada); 2) «carece de personificaciones míticas» (el Dios Uno del Antiguo Testamento se recorta solitario sobre el trasfondo mítico del mundo antiguo poblado de potencias divinas asociadas a las fuerzas y elementos de la naturaleza); y 3) «la acción de Dios se limita a pronunciar las palabras creadoras» (no se trata, pues, de un Dios que lucha y vence a otros dioses enemigos, sometiéndolos a su poder y dominio, sino de un Dios que crea por mediación del lenguaje) (2). «Dijo Dios: Hágase la luz, y la luz se hizo. (...) Y luego dijo: Hágase la expansión en medio de las aguas ...» (etc.). «Si eliminamos el mandato divino «Hágase» esto y aquello -observa Cornford-, nos queda sólo lo mandado «Y se hizo» esto y aquello, y si unimos estos hechos en una cadena causal natural, la explicación se vuelve una evolución cuasi científica del cosmos». El primer día tendríamos los cielos y la tierra, el segundo la luz y las tinieblas, el tercero la superficie seca y los mares, y así adelante hasta la sexta jornada. Cornford apela a este experimento narrativo para aclarar la naturaleza de lo que realizó en el siglo VI (a.C.) Anaximandro, uno de los primeros filósofos griegos. «Anaximandro -nos dice Cornford- dio el último paso en el proceso de racionalización, librando al esquema [griego] de los últimos restos de imaginería mítica» (3).


Ahora bien. Aun aceptando el espíritu de las observaciones y conclusiones formuladas por Cornford, no podemos menos que relativizar la validez de las mismas. Y es que el componente religioso del relato bíblico no se restringe al hecho de que el universo fue fruto de una serie de mandatos divinos. Aunque se suprimiesen del relato tales órdenes, como propone el investigador inglés, la estructura religiosa (y mítica del mundo creado) no desaparecería en absoluto. Porque no es sólo que «Dijo Dios: Hágase la luz, y la luz se hizo», sino también que «separó la luz de las tinieblas», habiendo juzgado «buena» a la primera, mas no así a la segunda. Y luego «separó las aguas superiores de las aguas inferiores». E hizo Dios dos grandes lumbreras: «la lumbrera mayor para que señorease en el día, y la lumbrera menor para que señorease en la noche». En resumen: «separar» y «señorear», tal la lógica interna de la creación, lógica que quedó plasmada y objetivada en lo creado mismo: el sol (lumbrera «mayor») «señorea» en los cielos del día, y la luna (lumbrera «menor», por tanto, inferior en jerarquía al sol) «señorea» en los cielos de la noche. Y creó Dios al hombre, a su imagen y semejanza, varón y hembra los creó, y los bendijo diciendo: «Fructificad y multiplicaos, llenad la tierra y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra». El hombre ha de «sojuzgar» la tierra y «señorear» sobre todo lo que en ella se mueva y viva, a imagen y semejanza como sojuzga y señorea el propio Dios en toda la creación. Vemos, pues, que el cosmos que surge del Génesis bíblico responde al modelo de una monarquía (4), un cosmos jerárquico, un mundo de elementos estratificados, consecuencia necesaria del orden impuesto por el Dios Creador. Separar y dividir, para que unos señoreen sobre otros: tal el propósito implícito en el obrar divino.

En conclusión. Aun suprimiendo del relato la palabra divina (los mandatos: «Hágase»), como sugiere Cornford, en modo alguno desaparecerá el carácter mítico-religioso del cosmos judeocristiano porque este cosmos es él mismo un orden jerárquico, mítico-religioso. Se trata, ni más ni menos, como en las antiguas teogonías griegas y orientales, de un mundo de dominio y subordinación, mundo poco propicio para un espíritu de libertad y concordia, muy poco «humano» para los hombres de buena voluntad, mundo imperfecto por el lado que se lo mire. Un mundo que, a todas luces, hubiese podido ser mejor. A no extrañarse, entonces, de que tantos hombres sean (seamos) lo que son (somos): ambiciosos, codiciosos, ávidos de gloria y poder. Desde el principio de los tiempos que acechan los Caínes; por todos los caminos de la tierra andan los Abeles sueltos.


2. Sólo necesita descansar quien está cansado. Y Dios descansó, reposando el séptimo día, una vez acabada la obra de su creación. La imagen de un Dios cansado, ciertamente, no se compadece con la idea de Dios en la tradición judeocristiana: omnisciente, omnipotente, perfecto. Y, sin embargo, el relato del Génesis, al narrar el proceso de la creación, parece sugerir una idea muy distinta a la que estamos acostumbrados. Y es que Dios no creó el mundo en un acto único, potente, majestuoso, decisivo, como hubiese sido de esperar de un Ser que, al menos en teoría, todo lo sabe y puede. Dios crea al mundo en seis jornadas ajetreadas, con marchas y contramarchas, errores e imperfecciones que de a poco, y como pudo, fue subsanando. «En el principio creó Dios los cielos y la tierra», pero estos cielos y esta tierra distaron mucho de ser lo que finalmente fueron. El texto bíblico nos lo aclara de inmediato: «La tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas flotaban sobre la faz del abismo». Primer acto creador y primera decepción. Tuvo entonces el Señor que imponer orden al desorden: separar las aguas superiores de las aguas inferiores, y a éstas separar de la tierra seca. E hizo la luz para poner un poco de claridad en su oscura y confusa obra. «Y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas llamó noche», y parece que tampoco en esto le fue demasiado bien porque el cuarto día (escrito está en el versículo 14) tuvo que volver a separar el día de la noche, superando el intento fallido de aquella primera división (5). Y creó, en el transcurso de dos jornadas, el reino vegetal y el reino animal: desde los seres vivientes que habitan en las aguas, las aves aladas que surcan los cielos y aquellas otras criaturas que viven y se arrastran sobre la tierra. Y el sexto día creó al hombre, al que puso por nombre el nombre de Adán. Pero pronto reconoció Dios que algo faltaba a esta criatura: «Y dijo Jehová: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él» (Gn 2,18). Y recién entonces creó a la mujer.

«Cuando la tradición judía y la cristiana hablan de los siete días en términos de unidad de la creación y del creador -escribe Alejandro Gándara-, verdaderamente es difícil saber de qué están hablando. La majestuosa acción de Dios obrando por amor es en realidad un proceso infernal que a punto está de acabar con el personaje. Es una suma de decisiones y de equivocaciones de tal envergadura que, en esto únicamente estaríamos de acuerdo, sólo un Dios podría sobrevivir a ellas» (6). Siguiendo, pues, atentamente el relato del Génesis, nos damos cuenta de que difícilmente haya habido en la mente divina un plan de producción claro y racional. Si alguna vez lo hubo, fue prontamente abandonado a causa de las contrariedades que fueron aflorando (7). Dios avanzó a los saltos y sobresaltos, a veces a tientas, corrigiendo y enmendado a cada paso que progresaba. A todas luces, parece no haber sido sencilla la obra de este Dios. Apenas creados los cielos y la tierra ya tuvo que comenzar a reordenar, corregir, superando las limitaciones que fue encontrando en su camino. Prueba de ello, contundente prueba, es que finalmente reposó. El séptimo día nos devuelve la imagen de un Dios cansado, agobiado de lidiar con sus propios errores y con la materia imperfecta de su creación (8).

Seguramente que los siglos de desencuentros entre judíos y cristianos, cristianos y musulmanes, musulmanes y judíos (para citar sólo las tres mayores religiones monoteístas y, por ello, más afines entre sí) ha sido y seguirá siendo responsabilidad de los hombres mismos, pero probablemente también, por qué negarlo, del propio Creador. Este mundo no le salió del todo bien, y hasta podría decirse, en verdad, nada bien. Insistamos, estemos seguros de ello, hubiese podido ser mejor de lo que es. A fin de cuentas, Dios mismo se arrepintió de haberlo creado.


3. Porque dijo Jehová: «Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo; pues me arrepiento de haberlos hecho» (Gn 6,7). Dios se arrepiente de haber creado a las vivientes criaturas. El texto bíblico nos habla, pues, de un Dios arrepentido, decidido a terminar con el error que cometió, a extirparlo de raíz, para que de él no quedasen ni vestigios ni memoria: «Raeré de la faz de la tierra a los hombres que he creado». Pero pronto descubrió que estaba por cometer un nuevo y grave error, pues había entre los hombres uno que era justo y recto. Resolvió, entonces, llevar a cabo el diluvio pero poniendo a salvo a Noé y a su gente: «Estableceré mi pacto contigo, y entrarás en el arca tú, tus hijos, tu mujer, y las mujeres de tus hijos contigo. Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie meterás en el arca, para que tengan vida contigo» (Gn 6,18-19). Y dice el texto bíblico que fueron rotas las fuentes del gran abismo y las cataratas del cielo fueron abiertas. Y subieron las aguas, y crecieron en gran manera sobre la tierra cubriendo sus montes más elevados. Y murió toda carne de hombre, de aves, ganados y bestias: todo lo que tenía aliento de vida pereció.

Convengamos que si el diluvio fue para erradicar la maldad sobre la faz de la tierra, el objetivo no se consiguió. En absoluto. Las cosas no fueron después mejor de lo que habían sido antes (9). Tanta destrucción inútil, tanta justicia vana que Dios no tuvo más remedio que volver arrepentirse, esta vez del terrible castigo que impuso a la creación, y decidió por ello convenir un nuevo acuerdo con Noé: «Estableceré mi pacto con vosotros -le prometió solemnemente- y no exterminaré ya más toda carne con aguas de diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra» (Gn 9,11). Lo decisivo aquí es que Dios lleva a cabo un pacto, un contrato entre él y el hombre. «La idea del pacto -escribe Eric Fromm- constituye, de hecho, uno de los pasos más decisivos en el desarrollo religioso del judaísmo, un paso que prepara el camino al concepto de la libertad completa del hombre, libertad respecto del mismo Dios. Con la sanción del pacto, Dios se transforma de monarca absoluto en monarca constitucional. Está sujeto, como está sujeto el hombre, a las condiciones de la constitución. Dios ha perdido su libertad de ser arbitrario, y el hombre ha ganado la libertad de ser capaz de desafiar a Dios en nombre de las mismas promesas de Dios, de los principios establecidos en el pacto» (10). Así, pues, cuando Dios nuevamente decide castigar a los hombres (no ya con aguas de diluvio -pues no podía quebrar su promesa-, sino con lluvia de fuego y azufre), Abraham se sintió con derecho a reclamarle una y otra vez intercediendo en favor de los probables inocentes que habitaren en las condenadas ciudades de Sodoma y Gomorra: «¿Destruirás también al justo con el impío?», le reclamará el padre de Israel, una y diez veces, «El juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?» (Gn 18,25) «Con lenguaje cortés, pero con la osadía de un héroe -volvemos al análisis de Fromm-, Abraham desafía a Dios a cumplir con los principios de la justicia. No se coloca en la actitud de un humilde suplicante, sino en la del hombre orgulloso que tiene derecho a exigirle a Dios que corrobore el principio de la justicia. (...) Precisamente porque Dios está sujeto a las normas de la justicia y del amor, el hombre no es ya su esclavo» (11).


4. En Isaías, tenemos documentado y por escrito el testamento público de un Dios arrepentido. El profeta anuncia al pueblo el proyecto divino de una nueva creación, un nuevo comienzo libre de las fallas y errores cometidos en el pasado:

«He aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento. Y os gozaréis y os alegraréis para siempre en las cosas que yo he creado; porque he aquí que yo traigo a Jerusalén alegría, y a su pueblo gozo. Y me alegraré con Jerusalén, y me gozaré con mi pueblo; y nunca más se oirán en ella voz de lloro, ni voz de clamor. No habrá más allí niño que muera de pocos días, ni viejo que sus días no cumpla; porque el niño morirá de cien años, y el pecador de cien años será maldito. Edificarán casas, y morarán en ellas; plantarán viñas y comerán el fruto de ellas. No edificarán para que otro habite, ni plantarán para que otro coma; porque apacibles como el día de los árboles serán los días de mi pueblo, y mis escogidos disfrutarán la obra de sus manos. No trabajarán en vano, ni darán a luz para maldición; porque son linaje de los benditos de Jehová, y sus descendientes con ellos. Y antes que clamen, responderé; mientras aún hablen, yo habré oído. El lobo y el cordero serán apacentados juntos, y el león comerá paja con el buey; y el polvo será alimento de la serpiente. No afligirán, ni harán mal en todo mi santo monte» (Is 65, 17-25).

Un mundo imperfecto, un Dios arrepentido, qué otra cosa sensata cabía esperar sino un nuevo proyecto, un plan remozado para crear cielos nuevos y tierra nueva, contrapuestos por completo a aquéllos creados por vez primera en el principio de los tiempos. Proyecto de un mundo sin separaciones ni divisiones, sin sojuzgamientos ni señoríos, sin jerarquías de poder. La muerte de unos ya no será vida para otros, porque el lobo pastará junto al cordero, y el águila compartirá el cielo con la paloma. Mundo de concordia y hermandad entre todo lo que vive, sea hombre, sea bestia. Si aquel día de la primera ofrenda hubiese Dios reclamado: «Abel, ¿qué has hecho?, ¿dónde está tu cordero? La voz de su sangre clama a mí desde la tierra», probablemente no hubiese sido necesaria, después, aquella otra demanda atroz que desde entonces se viene repitiendo sin cesar entre los hombres: «Caín, ¿qué hiciste?, ¿dónde está tu hermano?»


NOTAS:
1. Cornford, F.M., Principium sapientiae, La balsa de la medusa, Madrid, 1987, pág. 239.

2. «Las teogonías y las cosmogonías griegas -señala Jean-Pierre Vernant- comprenden relatos de génesis que explican la aparición progresiva de un mundo ordenado. Pero son también y ante todo otra cosa: mitos de soberanía. Exaltan el poder de un dios que reina sobre todo el universo; hablan de su nacimiento, sus luchas, su triunfo. En todos los dominios -natural, social y ritual-, el orden es el producto de esa victoria del dios soberano. Si el mundo ya no está librado a la inestabilidad y a la confusión, es porque al término de los combates que el dios ha tenido que sostener contra rivales y monstruos, su supremacía aparece definitivamente asegurada, sin que nada pueda en adelante ponerla en cuestión». Los orígenes del pensamiento griego, EUDEBA, Buenos Aires, 1979, pág. 87.

3. Al comentar el exordio al Enuma Elis, mito babilonio de la creación, Rodolfo Mondolfo subraya sus elementos primordiales: «Apsu es el abismo primordial; Mummu, el ruido de las aguas; Tiamat, el Océano universal; que forman, conjuntamente, el Caos acuoso originario, antes que nazca y tenga nombre algún otro Dios. Sigue después la historia del nacimiento de los otros dioses (seres y fuerzas cósmicas) y de la formación del cosmos y de la gran lucha entre las divinidades primordiales o fuerzas del caos tenebroso y las divinidades o fuerzas de la luz y del orden cósmico, que terminan con la victoria de estas últimas». El pensamiento antiguo, Losada, Buenos Aires, 1980, pág. 14.

4. En las concepciones míticas -señala Vernant- «es una monarkhía la que mantiene el equilibrio entre las potencias que constituyen el universo, la que fija a cada una de ellas su puesto en la jerarquía y la que delimita sus atribuciones, sus prerrogativas y su parte de honor». Op. cit., pág. 93. Aunque en el mito judeocristiano de la creación no haya más divinidad que el Dios creador, la estructura monárquica constituye, sin embargo, un elemento de continuidad con las cosmogonías orientales y griegas. En el Génesis bíblico el cielo, la luz, el sol, el hombre, no son «potencias» divinas, pero ocupan claramente posiciones de privilegio en el orden de la creación.

5. «En el primer día de la creación -sostiene Alejandro Gándara, de quien rescatamos la idea de un Dios «sudoroso»- se hizo la luz de una manera y ahora se hace de otra. (...) Lo interesante, en cualquier caso, es que la corrección que el cuarto día hace del primero no invalida completamente al primero. Más bien al contrario: se le invita a la coexistencia. Corregir no es borrar, parece decir el relato. El primer día seguirá siendo el primer día de la creación, aunque estuviese mal». Las primeras palabras de la creación, Barcelona, 1998, págs. 210-211.

6. Gándara, A. Op. cit., pág. 177.

7. «De la patrística a nuestros días, el sistema común que se utiliza para reducir la creación a la idea de plan preexistente, unificado y rigurosamente lógico, es traducir la creación a nociones filosóficas de alto grado de abstracción, y dado que la filosofía tiene ya su lenguaje unificado y lógico -cualquiera que ella sea- el resultado es que todo parece unificado y lógico: claro que el agua no es agua, sino liquidez, el cielo son las formas puras, la luz es el nous, etc..» Op. cit., pág. 200.

8. Gándara renuncia a esta posible lectura, tan pertinente a su línea de pensamiento, en virtud de aceptar una versión del Antiguo Testamento según la cual, el séptimo día, Dios no «descansó», sino simplemente «cesó» de toda la obra que había hecho. Op. cit., pág. 251.

9. «Todo lo contrario -sostiene Claudio Magris-, matanzas y crueldades a todo meter, y sin embargo ni un solo diluvio más, incluso la promesa de no extirpar la vida de la tierra. ¿Pero por qué tanta piedad para con los asesinos que vinieron después y ninguna para con los de antes, ahogados todos como ratas? Él no podía por menos de saber que con cada ser vivo, animal u hombre, entraba en el arca el mal; aquellos de quienes se había apiadado se llevaban consigo adentro los gérmenes de todas las epidemias del odio y dolor destinadas a desencadenarse hasta el final de los tiempos». Microcosmos, Anagrama, Barcelona, 1999, pág. 12; el resaltado es nuestro. «Él no podía por menos de saber», afirma tajantemente Magris, dando por sentado la omnisciencia de Dios, no concediéndole, por principio y tradición, posibilidad de equivocarse.

10. Fromm, Eric. Y seréis como dioses, Paidós, Buenos Aires, 1981, pág. 29.

11. Fromm, E. Op. cit., pág. 31.


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"Caín y Abel. Utopía de un nuevo comienzo", trabajo del Prof. Martín Mazora, publicado en Memoria e intercultura, autores varios, compiladores S. Colella y M.E. Giadone, Editorial Corregidor, Buenos Aires, 2000.


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